domingo, 14 de septiembre de 2008

10



-¡Suéltala ahora mismo!
El hombre, desconcertado, se dio la vuelta. La agente sollozaba ligeramente con la camisa abierta del todo.
-¡Suéltala, he dicho!
El criminal lo miró, con cara de completo estupor. Miró a la mujer. Volvió a mirar a cruz. Y entonces, empezó a andar.
-¡Quieto ahí! ¡Y dame la pistola!
El bruto obedeció. Mientras le apuntaba, Cruz corrió a salvar a la agente. Recogió la llave de las esposas del suelo y la liberó.
-Tenga, agente-le tendió la pistola y las esposas-. Deténgalo, yo le cubro.
La mujer lo miró, sin saber bien qué hacer. El hombre empezó a andar lentamente.
-¡Las esposas! ¡Las esposas!
Cruz agarró la mano con la que la policía las sostenía e inmovilizó al criminal.
-¿No lo va a llevar a la comisaría?
Empezaron a andar.
-¡Pero abróchese la camisa, mujer! -No parecía importarle mostrar toda esa tersa piel bronceada que... Cruz se concentró. -¿Necesita que busquemos ayuda? ¿Lleva un Walkie talkie?
La agente lo miró, ausente. Después de abrocharse un par de botones, volvió a andar. ¿Había sido el shock de que intentaran violarla? ¿Pero, entonces, por qué se comportaba también así el detenido?
Cruz solía hablar solo, pero esta vez estaba sin palabras.
Esa gente hablaba español, otra de las lenguas que mejor conocía, así que al menos había ido a parar a un lugar donde se podría desenvolver... ¿Pero, dónde estaba, exactamente? No había reaparecido en su salón-laboratorio... Ahora sabía que la máquina aparecía en puntos no correlativos de cada dimensión. Pero al menos no había acabado en otro planeta. Miró el maletero, donde estaba el traje de astronauta, y sintió un renovado aprecio por la antigua unión sovietica. Los trajes de astronauta antiguos eran mas faciles de conseguir en el este.
Cruz decidió que lo que debía hacer era preguntar. ¿Qué era lo peor que podían decirle?
Cubrió su máquina con algunas bolsas de basura y el contenido de un contendor de reciclaje de papel y salió a la calle. Llevaba su ropa pseudomilitar medio quemada, cubierta de polvo y con el cuello manchado de sangre, y llevaba un machete y una pistola en la cintura, pero nadie parecía fijarse en él.
-¡Disculpe! -dijo finalmente a la cuarta persona que pasó sin hacerle caso- Le haré una pregunta que le sonará extraña. ¿En qué ciudad estamos?
La mujer lo miró, extrañada. Sus ojos ozules lo escrutaron con atención.
-¿Qué pregunta es esa?
-Es que, verá... Soy extranjero... Si solo pudiese decirme el nombre de la ciudad, o dónde encontrar un oficina de información...
-Venga, por aquí.
La mujer lo conducía agarrandolo suavemente del brazo.
-¿Me lleva a la oficina de información?
Cuando llegaron a la esquina que comunicaba esa calle con una gran avenida, lo empujó dentro de una cabina telefónica.
-¡Pero, oiga!
-Me encantan los extranjeros. -Dijo ella agachándose. Le llevó la mano a la bragueta. -Son tan exóticos...
Cruz la apartó de un puntapié y salió corriendo de la cabina. Al otro lado, la agente de policía de hacía unos momentos yacía sobre el capó de un coche aparcado. En el suelo estaba el bloc de multas. El multado parecía estar divirtiendose.
-No. -se dijo Cruz. -¡No, no, no, no, no!
Huyó hacia la máquina.

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