domingo, 14 de septiembre de 2008

8



Cruz empezó a arrastrarse, como lo hacían los militares. La mesa que le habían habilitado para escribir era la que estaba más lejos de la puerta. Qué bien...
Los enfadados clientes empezaron a agujerear a disparos el telón, que intentaba ser granate. El doctor Cruz se escurrió hasta detrás de una mesa, tumbada por la excitación. Enmedio del caos, la esposa del barista había bajado desde el piso de arriba para atender a su marido, sin recibir un balazo por pura casualidad. Pero no era la única, ahora más muchachas asustadas bajaban corriendo. El Ronin había usado las escaleras que comunicaban el escenario con la sala donde se arreglaban antes de salir a bailar, que estaba en el piso de arriba, y ahora agarraba por el cuello con el brazo a un asustado cliente, que, con los pantalones bajados, no sabía bien lo que había ocurrido.
-Un escudo humano... -un hombre, iracundo, escupió- ¡¡Propio de perros sin honor!!.
Empujándolo con el hombro, el ronin lo estampó contra la barandilla. Todos contuvieron la respiración, sin atreverse a disparar, a la espera de que el ronin diese el empujón final al pobre diablo, aún sumido en el más grande estupor. El ronin alzó la pierna. La patada final. Pero no, en vez de eso, corrió por la espalda del rehén asustado y saltó sobre la lámpara de aceite que colgaba del techo. Cruz siguió avanzando como pudo, hasta resguardarse tras bajo otra mesa. Como ya no había peligro de dañar al hombre sin pantalones, que acababa de darse cuenta de que lo estaba enseñando todo, los tiradores abrieron fuego de nuevo. Poco inteligente, el aceite de la lámpara, que el ronin estaba usando como columpio, se prendió. Antes de quemarse, saltó hasta la pared, donde se clavó con una de sus katanas. El hombre sin pantalones lo siguió, pero no por su voluntad... estaba atado a la cintura del ronin por una resistente cuerda. El samurai tuvo que abandonar su espada, de haber perdido el tiempo de desclavarla, lo hubiesen llenado de plomo. Se descolgó, aterrizó ante la portezuela y desapareció, con el hombre a cuestas. Mientras tanto, la lampara se había descolgado. El fuego se extendía por el techo y el suelo del local y muchos se debatían entre seguir disparando a la puerta, huir por patas, apagar el incendio o robar alguna botella. Cruz optaba claramente por la segunda opción. Pero el techo en llamas se desplomó.

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