domingo, 14 de septiembre de 2008

39



Cuando pudo andar, Cruz se metió en el lavabo. Se quitó rápidamente la sucia camisa, llena de sudor, sangre y vómito, y los repulsivos pantalones manchados. Lo único que aún podía usar eran sus fieles botas de combate, de las que no se había deshecho en ningún momento y que, casi por milagro, no se habían manchado. Se metió en la bañera, aunque solo para ducharse. El agua caliente le cosquilleba cada punto del cuerpo que tocaba con una pequeña descarga eléctrica. No lo había notado al levantarse, pero tenía todos los miembros dormidos. Se enjabonó y limpió a conicencia, pero al llevarse las manos jabonosas al pelo, se dio cuenta de que aún tenía la venda. No la había notado incluso aunque le cubría el ojo derecho.
Densudo y mojado, se miró en el espejo. Con la mano, apartó la venda, que parecía estar un poco caliente.
La dejó caer al suelo, sin respiración.
Cruz lanzó el frasco del jabón para las manos contra el cristal, que se resquebrajó,
Sin duda, el hueso se había soldado. Se podía reseguir en su piel cada una de las soldaduras. En la cabeza no tanto, gracias al pelo, pero sí en la mejilla derecha, que estaba surcada por rojas cicatrices de carne quemada que creaban una especie de tela de araña chamuscada. Uno de esos meridianos rugosos le cruzaba el ojo. El iris se había vuelto irregular, y parecía de un azul más brillante sobre el fondo rojizo, casi negro. La pupila estaba ligeramente estirada, como la de un gato.
Excepto unos pocos, los trozos del espejo aún se mantenían firmes en su marco. Una multitud de caras deformadas le devolvían la mirada.

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