domingo, 14 de septiembre de 2008

36



Pasaron días antes de que el Pensador volviese a hablar. Siempre estaba con Cruz, no parecía necesitar alimentarse, pero sí que, por los suaves ronquidos que a veces oía, dormía de vez en cuando.
-Te vistes... Comes... Duermes mucho...
Cruz intentó hablar sin conseguir más que emitir un murmullo doloroso.
-No te quejes, te duele hacerlo... No podemos cambiarte estas sucias ropas porque debemos admitir que no sabemos maniobrarlas. Deberás cambiarte la camisa manchada de sangre y sudor cuando tu cabeza te lo permita.
Cruz suspiró.
-El hueso se está soldando... Pero está adoptando la forma que tenía cuando se rompió.
Los pies del Pensador hacían que sus pasos sonaran como si andase con pescados en los pies. Y había que admitir que, en su profunda amargura salada, el olor el aire que le salía por la nariz al despegarse también podía recordar al de un pez.
-Tenía la esperanza de que empezase a recobrar su forma original. Pero ha vuelto a formar un cráneo pequeñito.
Cruz ya podía girar ligeramente la cabeza, por lo que le miró la cara.
-Estoy harto, Esteban. -Miró a uno de los cuatro delgaduchos que había en la habitación- Voy a intentar algo.
Pudo ver, al borde de su campo visual, cómo el delgado se metía detrás del cuadro. Maldita sea. ¿Qué secreto había para poder entrar en esos túneles camuflados?
El Pensador siguió andando alrededor de la cama de matrimonio. Seguía, como había estado todos esos días, con la mano extendida hacia Cruz. A veces lo hacía en un gesto teatral, con los blandos músculos en tensión y una expresión grave en los ojos minúsculos. Otras veces, solo tenía ligeramente alzados algunos dedos mientras parecía estar pensando en otra cosa. Pero siempre canalizaba su capacidad mental de curación hacia Cruz, que a veces tenía la sensación de sentir como los huesos eran empujados unos contra otros por una fuerza caliente y anaranjada.
Al poco rato, oyó cómo se abría el armario. Entraron cuatro pensadores más, acompañados de uno o dos delgados cada uno.
El Pensador que lo había cuidado los recibió hablando en una lengua que Cruz no comprendía. Al principio, la conversación del cuidador era coridal, y la de los recién llegados, todos de cráneo más pequeño, parecía estar bañada de curiosidad y cautela. Pronto, las voces aniñadas de los Pensadores empezaron a ponerse tensas. Mientras discutían, miraban a Cruz de reojo.

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