domingo, 14 de septiembre de 2008

29



Los sueños que tenía eran extraños y desagradables, sí... pero no por su contenido. Lo que ocurría era que no se trataba de las extrañas ficciones más o menos falsas que solían ser los sueños, sino que eran una especie de fragmentos de realidad aisaldos, cubiertos de una película granulosa de la que notaba el relieve con la mirada, una especie de segunda realidad muy distinta que se percibía con los sentidos tadicionales de una manera completamente insólita.
En el primer sueño que había tenido, el día que hacía tres desde que había llegado a esa prisión-apartamento, era bastante insólito. La pared de la sala estaba cubierta de estática, como una crujiente pantalla de televisión mal sintonizada, delante de la cual se recortaban dos figuras relativamente familiares. Una era una mujer, cuyos ojos se percibían como deliciosos también a través del tacto, del olfato y del gusto. Sus bonitos rizos dorados gemían con el dolor de esa madre desesperada, con el sufrimiento de las uñas mordisqueadas por los nervios.
El otro era un hombre, que también había sido rubio como la mujer, pero que ahora veía su barba poblada por pelos completamente blancos que intentaban camuflarse entre su pelo rubio platino. El sabor lleno y pastoso de sus pensamientos peleaba con las estridentes emociones que se destilaban por sus poros. Los dos lo miraban, y Cruz les devolvía la mirada. Se sentía envuelto por una suavidad que murmuraba con la misma voz que la de la madre angustiada.
-Adios, querida mia- le dijo el padre a Cruz con la voz fundida goteando en sus oídos.
La madre se abalanzó con un dolor rosa y punzante hacia las portezuelas que se estaban. Sintió el olor de los lloros de la mujer y de su hombre, la textura rugosa de su abrazo y el sabor de la implosión. La calma. Y, de pronto, una gran aceleración.
Ese día, Cruz había despertado empapado en sudor. Hubiese parecido una escena de una mala película si hubiese estado gritando. Se llevó las manos, aún rojas y doloridas por golpear la pared de la que hacía escasos días había salido, y sollozó de miedo ante la desagradable sinestesia de su sueño.
Desde ese día, había estado peleando por no dormirse, buscando una forma de salir de allí, pero era evidente que en esas tres semanas había soñado más veces. Ya no lloraba al despertar, pero aún tardaba varias horas en calmarse.
Con el pie sobre la leche derramada, Cruz soñaba.

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