domingo, 14 de septiembre de 2008

30



Los contornos eran los de un jardín, aunque todo lo que había en él era completamente negro. El césped indiferente, la casa, las flores de sabores dulces y coloristas, las dos mesas, una al lado de la otra, donde los comensales con sabor a harina se afanaban en devorar negros embutidos y hamburguesas rezumantes de placer. Emmedio de esos hombres y mujeres que tenían el tacto tornasolado de los años, había un chico joven que no tocaba la comida. La mirada de Cruz, que no era la suya en realidad, se centró en él. La barbilla dura y cincelada, los ojos negros como el pelo, como el jardín y la comida, como su funcional ropa nada estridente ni notable en ningún sentido.
Cruz palpó el olor que desprendía esa persona. Lo había reconocido claramente. Se estaba mirando al espejo pero, en vez de su corto pelo rubio y sus brillantes ojos azules, se encontraba con un pelo negro y duro y unos ojos como el carbón. Esa frangante presencia de masculinidad y fuerza era su padre, de joven. Román Cruz. El peso de ese nombre le cayó sobre la frente con un estruendo blanquecino, que levantó una polvareda fina como la harina de extraños sentimientos. El Cruz que soñaba sentía lo que siempre que pensaba en su padre. Pero el Cruz del sueño, que no era él mismo, sentía una atracción irresistible por esa expresión dura y masculina, por esa nariz de lineas fuertes y esa actitud de distancia calmada. Román Cruz se levantó y se dirigió hacia el Cruz del sueño, con pasos que dejaban una marca roja sobre la negra hierba. Abrió la boca para decir algo. Cruz no oyó más que un extraño gemido computerizado, parecido al que haría un sintetizador al atragantarse con un águila. El sonido aún se deslizaba por su cuerpo cuando despertó, sintiendo todavía el incómodo enamoramiento que su avatar onírico había sentido ante su padre.

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