domingo, 14 de septiembre de 2008

32



Las habitaciones de hospital, incluso en los sueños, se reconocen al instante. En la cama, la extenuación y la alegría estaban acurrucadas una junto a la otra como un par de viejos amantes. El aroma a desinfectante se apartó cuando el sabor duro y puntiagudo de Romás Cruz penetró en la habitación. Su mirada quemaba de interés y nervios, y sus fuertes piernas se veían recorridas por gélidas franjas rosadas de emoción.
El Cruz que no era Cruz llamó su nombre.
“¡Román!”
Mientras su padre se acercaba, Cruz reconoció la voz de su alter ego de los sueños. Su madre. Román Cruz los besó en la boca.
“Belén, como te encuentras?” dijo a su madre con un sonido de sabor parecido al de una motosierra “Y el niño?”
Se acercó a la cunita, que estaba a los pies de la cama. Cruz lo miraba postrado en la cama, con el cansancio jugando caprichosamente con sus párpados. Román tendió el brazo hacia el pequeño Esteban Cruz. La blancura de las paredes gritó en una explosión de neón. La mano de su padre rezumaba sangre. La sangre de las decenas de extraños que habían muerto por su obra, por las misiones secretas que tan orgulloso hicieron sentirse a Esteban en su pubertad. Un hilo de sangre goteó hasta la manita del pequeño Esteban, que acababa de cerrar los mínimos dedos con su ténue olor a suavidad alrededor de los toscos e impuros dedos de su padre.
Román vomitó una masa verde y viscosa de orgullosas frases de amor y aprecio por su hijo neonato, que sonaban como el polvoriento chirriar de una tiza contra la pizarra.
Cruz despertó, como siempre, bañado en sudor. Y esta vez, sí que gritó. Un sorprendido Pensador tenía la blanda y fría mano sobre su frente.

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