domingo, 14 de septiembre de 2008

38



Cruz respiraba con dificultad. Lloraba y temblaba compulsivamente, desorientado, con el dolor aún reciente en todas sus terminaciones nerviosas. Había vomitado parte de la papilla proteínica con la que lo habían ido alimentando. Al otro lado del sistema digestivo también había habido fugas.
Los pensadores hablaron entre sí, alguno asustado, algún otro algo agresivo. Antes de que la situación degenerara, el cudiador los hizo callar.
Lentamente, se marcharon por el armario, seguidos de sus fieles delgaduchos. El Pensador se acercó a Cruz. Le puso la mano en la frente y, lentamente, los temblores empezaron a disminuir.
Miró a los delgaduchos que aún quedaban. Tres lo siguieron mientras se marchaba por la salida del armario, que era la única practicable para los pensadores, incapaces de pegarse a las paredes y pasar por los estrechos túneles de los delgaduchos.
El que se quedaba avisaría si la situación de Cruz empeoraba. Si despertaba, le transmitiría un mensaje.
Con su mirada vacía, la propia de una cara vacía de facciones como era la suya, el delgaducho observó entre crujidos cómo Cruz se retorcía cada vez menos. Se alarmó un instante cuando Cruz pareció pasar de su estado de semivigilia a la inconciencia, pero, por suerte, el delgaducho sabía distinguir el sueño de la muerte. Los crujidos y la guardia siguieron unas horas, hasta que, con un sobresalto, Cruz despertó. Gritaba.
Se levantó rápidamente de la cama, pero se puso terriblemente pálido por el mareo y acabó cayéndose contra la dura madera del armario.
El delgaducho se le acercó, pero no para ayudarlo. Con una voz afónica y polvorienta, le transmitió el mensaje.
-Preparate para el viaje, Esteban.
Lo había pronunciado todo, incluso la extraña infexión de su nombre, como una gravadora anciana y repleta de telarañas.

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