domingo, 14 de septiembre de 2008

62



Pasaron algunas horas, durante las cuales el sol empezó asomar más allá del horizonte. El loro ya hacía un rato que se había cansado de mirar, y se había vuelto a posar sobre su lugar favorito en la cima de la cabaña, a silbar y parlotear. Cruz estaba muy incómodo, y se daba cuenta de lo imprudente que había sido el día anterior al exponer tantas horas su pálida piel al inclemente sol tropical que bañaba este reino. Además, estaba sediento.
-Loro... -le dijo al fin, humillandose- Ayúdame.
El pájaro lo miró con curiosidad antes de ordenar en inglés que ataran los cabos. Encima, recochineo. Cruz pensaba asarlo a la parrilla en cuanto recuperara la libertad. Mareado, entró en un estado de semivigila hasta que unas manos lo asieron por los hombros.
-¡Esteban Cruz! -La voz rasposa parecía angustiada- ¡Qué ha ocurrido!
-¿Pan?
Su fiel Pipa partió sus ataduras de un tirón.
-Debes esconderte, los demás están al llegar. -Lo alzó en brazos y lo metió entre las cajas del interior del carro. Antes de alejarse, ayudó a Cruz a ponerse unos calzoncillos.- Después deberás contar a El Pensador lo que ha ocurrido.
Cruz agradeció estar a la sombra de nuevo, aunque la piel de la espalda le dolía a cada pequeño movimiento.
-Voy a esperarlos afuera- dijo Pan.
-Espera, primero quiero pedirte algo...
-Dime, Esteban Cruz.
-¿Me harás el favor de retorcerle el pescuezo a ese loro?
Pan había captado el tono de broma y sonrió. El Doctor Cruz le devolvió la sonrisa.
Pronto salió del carro, y no tardó en oir las voces de niño con el que se despedían los Pensadores. Si Cruz se hubiese atrevido a mirar hacia el exterior, hubiese podido ver como el Pensador atigrado observaba atentamente la arena removida, la cáscara rota de coco, el tubo del alambique en mitad de la playa... El Pipa conductor no tardó en entrar en el carro, para cargar con algunos cadáveres más, de regalo. El cabezudo rayado, con su endeble constitución de Pensador, no los acusaría de nada cuando los Pipas que lo acompañaban se hubiesen marchado a guardar los cuerpos.
Unos minutos después, el Pensador entró en el carro para encontrar al Cruz semidesnudo, quemado y con las muñecas enrojecidas que esperaba, tumbado entre dos cajas.
-¿Esteban, estás bien?
-Yo... -Cruz intentó levantarse, pero se mareó. ¿Quizás las pocas horas que había pasado al sol habían bastado para hacerle sufrir una ligera insolación?
-Pongámonos en marcha, ese el Pensador sospechaba. -salió para sentarse en el banco de madera- Luego me lo contarás.
-Pero... -Cruz se levantó como pudo- No podremos movernos porque...
El carro empezó a traquetear. Cruz sacó la cabeza para comporbar que dos blancos caballos tiraban, obedeciendo las ordenes del Pipa conductor.
-Pero si... han robado un caballo... ¿cómo...?
Pan, sentado también en el banco, lo asió con cuidado y lo ayudó a sentarse. Se retorció entre crujidos para alcanzar un bidón de agua del interior, y la bolsa de deporte.
-Gracias -dijo Cruz sin mirar siquiera a su fiel Pipa.

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